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miércoles, 4 de septiembre de 2013

CRÓNICA DEL FESTIVAL CINEMASCAMPO EN MÁLAGA, ABRIL 2013

EL DÍA EN QUE LA SERRANÍA SE HIZO CINE EN CALLE ALCAZABILLA
Málaga entera hervía en luminarias primaverales que parecían emanar de un mar que encerraba en sí todo el azul del universo. Transida la ciudad en brillos y espejos, las ramas de sus arboledas decantaban verdes intensos en filtros de destello incesante, una luz oblicua de tonos poderosos que irrumpía en las alamedas con trazos puros, fulgores lineales y esplendentes,en un plasma que se dibujaba en ellos con miríadas de moléculas suspendidas sobre la fresca brisa marina. El gentío, diverso y multicolor, se expandía por calles y paseos, por los parques y palmerales, por las plazas diáfanas y abiertas de par en par a un cielo lejano y profundo, celeste e inmarcesible, por las orillas del mar de arenas suavemente cálidas e invadidas de azahares traídos por los vientos, junto al puerto y sus pérgolas, que son como el blanco espinazo de un pez monstruoso, y en sus recintos semiocultos de verdores y fuentes entre edificios de cristal y barcas de pesca, siempre bajo el sol soberano y la mar atrapada, limpia y serena, apacible y verde, esa Mar Chicadel puerto que cantara el gran Manolo Alcántara, que reflejaba en confusas y temblorosas acuarelas las altas cubiertas de los cruceros y los elevados perfiles de los rascacielos, del monte pinariego de Gibralfaro, de las vetustas piedras de la Alcazaba detrás del palio fecundo de las arboledas del Parque, y en fin, de los lejanos montes azules y grises, casi confundidos con ese cielo totalizador y esa luz que impera y esculpe destellos de cada elemento, casa, cosa o criatura, y del agua y del aire, haciéndose en sí misma Málaga luz, luz siempre, y sólo luz, en una transformación paulatina de la urbe hacia una imagen casi etérea: Oh, ciudad, no en el tierra, acertó a definirla Vicente Aleixandre.
Los restaurantes hervían igualmente de gentes expectantes, a la búsqueda de la fría cerveza o el nobilísimo vino, risa del agua que cosquillea narices y labios, o sangre divina de caldos recios que enronquecen gargantas y donan perfumes de bosques a las carnes de leña, y a los guisados entre humos y aromas del monte. Busca el gentío mejillones de roqueo, salmonetes de escamas de cobre, boquerones fritos en alburas y oros, adobo que huele a campo y sabe a mar, la cálida ola del caldillo de pintarroja, la gamba, como el zarcillo de una nereida, tal vez un búsano, extraño ser de exoesqueleto surrealista, o la concha fina, esa mariposa de mar con alma de coral y cuerpo de espuma, y la coquina, lágrima furtiva de una sirena que ha perdido en la noche su amor junto a la playa. La calle Alcazabilla se enmarca hoy entre un teatro nacido de Roma y un Alcázar que escuchó las suras del Libro. La breve colina se disfraza por la tarde de una piel entre siena y pétrea en la que los siglos han dictado su impronta de nobleza. A los destellos casi dolorosos del día, sucede este tenue resplandor de oro viejo y gastado, como si fuese una muda necesaria para acogerse a la noche inevitable. Hay demasiada hermosura en el gran recinto en que se ha convertido la antigua calle, donde uno puede pasear en menos de una hectárea por casi toda la belleza que crearon los hombres: Fenicios y griegos escondidos bajo cristales, Roma de Plauto y de Terencio, los adarves, arcos y celosías del Islam, la exquisita portada gótica del Sagrario, la Catedral medio italiana, pura y estricta, como el mejor Renacimiento, o adornada en curvaturas, excesos y perfiles quebrados, como el mejor de los barrocos, el gran palacio dieciochesco de la Aduana, que habrá de acoger las pinturas del diecinueve y los restos arqueológicos de todas esas culturas, la Plaza de la Merced, el gran ágora diseñado por la Málaga burguesa de la Revolución Industrial, y por fin ese palacio, recatado y a su vez abierto, que acoge al genio del siglo XX, Pablo Picasso, el creador de palomas de sal, azules inocentes, rosas recatados, objetos partidos en cuatro dimensiones, grises de plomo en cuadrados, cilindros o esferas, y retratos imposibles. Entre tanto esplendor, no podía faltar un viejo cinematógrafo, el Cine Albéniz, respetado milagrosamente y salvado a tiempo de esa infame hoguera de la rentabilidad de la que surgieron los horrendos multicines. Con su fachada impoluta y sus balcones de finas rejerías, hoy acoge películas de contrastada calidad, en estrenos, o es filmoteca de historias inmortales. Un galán terrible, burlón y mujeriego, y un director de comedias, adornan con afiches una de sus cristaleras, y junto a ellos, el anuncio de un juego de palabras que es ya una realidad: “Cinemascampo”, es decir, el arte más urbano de toda la Historia, el cine, se hermana, se acerca o se ocupa de los pueblos, aldeas y campos, donde ese espectáculo, de llegar, lo hacía en forma de salas inhóspitas, cuando las hubiera, o locales y patios donde una sábana reflejaba los rayos de alguna antiquísima Kodak, sobre la que quedaban plasmadas, entre cortes y rayones, con músicas trémulas y voces entrecortadas, las risas, los llantos, el amor, la tragedia, la espada,la maldad, la nobleza, el ocaso y la flor.
Junto a aquel local venerable, la tarde se hizo noche cuando las gentes de la Sierra comenzaron a pasear una alfombra roja jalonada de serones de pleita, rosas y matas de fragante yerbabuena. Una vez dentro, los políticos desplegaron su vacua cháchara, siempre inasequible al desaliento. Al menos esta vez fue corta y discreta, y luego, con la sala felizmente abarrotada, pasaron películas que hablaban de hambrunas de pan entre piedras, grano a grano, espiga a espiga, hasta poder cubrir una necesidad que se podría medir en milenios. Y surgían historias de tomates y huertos, de eneas y materiales y oficios perdidos. El campo venía a la ciudad subsumiendo en aquellas imágenes las temibles dificultades de la inhóspita tierra serrana, esa montaña áspera y difícil de Andrés Bernáldez, la tiranía de las pendientes, la extrema pobreza de los roquedales, el heroísmo de unos hombres por sacar jugo a esa tierra, y la sabia actitud de unas mujeres que criaban sus hijos al par que trabajaban hasta la extenuación, día tras día, sin descanso ni ayuda, hasta quedar ellas mismas, y sus hombres, ajados, envejecidos, encorvados y terrosos, como ese mismo material sobre el que se habían forjado sus vidas y sus sueños.
Hubo luego un discreto ágape para los que quisieron en el local de una Hermandad Penitencial cualquiera, que prestó digna hospitalidad a las gentes de la Serranía. Málaga se encasquetaba ya su enagua de noche, y las calles se iban vaciando de vida bajo las amarillentas luces de las farolas. El tráfico, incesante y vertiginoso, se diluía por las arterias de la gran ciudad, por las angostas callejas o las avenidas de palmeras y soberbios edificios, y luego por entre rondas, radiales, puentes y tréboles, ríos y afluentes de asfalto, unos hacia su casa, en los abigarrados arrabales de la periferia, otros buscando la salida de aquel hervidero para regresar a la paz de su pueblo tranquilo, blanco en jazmines, que ya dormía sosegado entre las densas arboledas de castaños, chaparros y encinas. Don Pablos Málaga, a 13 de abril, de 2013

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