DON JESÚS, EL MÉDICO
De vuestro cronista, José Antonio Castillo. Septiembre, 2019.
Aunque sea su natural sencillo y nada proclive a los halagos, don Jesús merece, después de tantos años, casi treinta ya, unas palabras escritas en este foro, si quiera por su labor callada, por su celo, por su amor a la carrera y al juramento que se le requiriera, de atender al enfermo o herido en toda circunstancia y lugar, de curar hasta donde se pueda, de anunciar la vida que viene y certificar la muerte del que se va, de consolar al afligido por la pérdida o al desesperado que no puede más. Él lo consiguió con creces y en demasía, desde la profundidad de su saber, de sonreír siempre, y siempre es todos los días, y desde esa confianza que destilan sus manos, su actitud y su mirada.
Llegó desde su Málaga con Begoña, esa alcaldesa que supo y pudo concitar y encauzar las actitudes y afanes que vinieron a cambiar la fisonomía y las expectativas de este pueblo, y desde entonces no ha cesado de hacer su trabajo, día a día, guardia a guardia, visita a visita, con sus niños y sus niñas, con sus enfermos crónicos y ocasionales, con los que viven aquí y con los transeúntes, con sus viejitas, con sus embarazadas, con sus accidentados. Nunca le oí un reproche, ni una crítica dirigida ni siquiera a esa administración que tan mal los trata, nunca una queja por su excesivo trabajo y las dificultades, las distancias y la falta de medios para realizar su labor. Nunca. Por el contrario, la disponibilidad a diario, el consejo certero, la sabiduría expresada que emana de su dilatada experiencia en el mundo rural que él escogió, lejos de los grandes centros hospitalarios y las ciudades, de los oropeles de las clínicas privadas y sus fríos colores que anuncian un falso bienestar, porque su vocación le impelía a restar el dolor a los más indefensos, a los que están más aislados, a los que son más pobres.
Siempre dispuesto, suele acudir al lugar donde más se le necesita, porque él sabe dónde están los que sufren y padecen, y lejos de cumplir su estricto horario, se presta a paliar ese mal que ya no tiene cura, o ese sufrimiento familiar que no es posible aminorar si no es con esa visita que abre una puertecita a la esperanza, porque, insisto, él lo hace posible desde el corazón y no desde la profesión.
Amigo de todos, y desde luego de sus amigos, sabe también echar ese buen rato que, más que nadie, necesitan los profesionales de la salud pública, resignados a convivir cada día con la enfermedad que no cesa, con la desesperanza que aparece de golpe, como un guantazo inmisericorde, o con la muerte que se anuncia. Hombres y mujeres esforzados, siempre en la orilla de lo más doloroso de la condición humana. Y lo hace como uno más, casi escondido, sin pontificar nada que no haya demostrado en sus años de servicio a estas comunidades rurales a las que ya pertenece de pleno derecho.
Algunas calamidades alcanzaron hace poco a su familia, azotada por inclemencias inauditas, sobre todo la inesperada muerte de su hermana Ana, también profesional de la medicina, a quien se llevó en plenitud, cruel e inesperadamente, un viento extraño e implacable que asoló a su familia. Pude ver a Jesús en el funeral y comprobar que, aun desde la noble profundidad de sus ojos, tal vez se rebelaba contra tamaña injusticia, y sin embargo, sabedor de lo inexplicable de la vida y de la muerte, y atribuido de esa bondad que le caracteriza, en su cara triste y atribulada por aquella desgracia sin consuelo me pareció ver como esbozaba una tímida y resignada sonrisa.