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miércoles, 22 de marzo de 2017

RUFINA, EL ÚLTIMO CAMPESINO

RUFINA, EL ÚLTIMO CAMPESINO

Crónica de la primavera. José A. Castillo Rodríguez. Marzo, 2017.


 Apenas despunta el día y las sierras a levante se tiñen de rosa y azul, Antonio sube raudo la cuesta de la panadería, saluda con su voz sabia y antigua a algún viandante en la Plazoleta, y con paso firme se encamina a tomar el café a casa de su hermana, apenas unos minutos, pues hay mucho trabajo por hacer: quemar las últimas podas del castañar, vigilar si los cerezos están en flor, proteger las almácigas, echar de comer a los bichos, y más tarde bajar a por  las últimas naranjas que subirá en su mula, en una perfecta carga en cajas o serones, acunadas  con mimo, frescas, limpísimas y contagiadas de azahar. Atrás quedaron los afanes de cuando el otoño e invierno, la difícil recogida de la castaña y el transporte hasta la Cooperativa de Pujerra, las cortas de leña y de los chopos de la huerta de La Estación, el acopio de las aceitunas que habrían de molerse en las almazaras de Ronda.

 Sobre ese horizonte de trabajo sin fin, Antonio apura los últimos retazos de su vigor campesino, ahora necesariamente redoblado desde que se fuera Francisco, su alma gemela en las penosas tareas del campo. Nunca se queja del trabajo, antes bien, lo desarrolla con actitud apacible, casi sonriente, como queriendo significar que aquello es ley de vida, la necesaria identidad del hombre con la tierra, porque como él mismo gusta decir “todo, todito sale del campo…y si el campo se acaba, veremos a ver lo que va a pasar, porque si Dios no lo remedia ya te digo que el campo se termina y entonces…”

 Tal vez se lamente del clima, de ese “tiempo tan contrario que tenemos, hombre”, pero que “en eso sí que no podemos intervenir”, como gusta afirmar mirando dubitativo al cielo, cuando éste convierte el azul en costumbre y nos niega las lluvias. Cuando éstas regresan, su rostro, ajado y esculpido a cincel por vientos, nieblas y sofocos, se torna en sonrisa, y sus manos de sarmiento y su alma honorable se abren al maná que precipita de las nubes y colma los veneros que surtirán sus manantiales y albercas.

 Otras veces, cuando se le dice que se recupera el encinar de La Dehesa de Siete Pilas o del Cerro, y que en la tierra que fue baldío renace la arboleda, dictamina con sapiencia: “Sí, pero tengo dicho que hay que ir a cortar los renuevos, que así la encina se agranda y se hace útil, si no se convierte en una chaparra y termina todo por quemarse.”


 Alguna vez tuve la suerte acompañarle fuera del valle. Admiraba tanto el tesón de los que como él miman la tierra, como los bosques que tapizan las serranías malagueñas, y lo vi rendido ante los viejos pinsapos de la Sierra de las Nieves, o bajo las descomunales arboledas que montan la guardia del Castaño Santo, en los montes de Istán. En el mágico entorno del Hoyo del Bote, ¡qué emoción contenida ante el milagro de aquella desmesura, hermanándose él mismo hasta la sublimación con aquellos soberbios ejemplares! Y cuando contempló la belleza y el orden estricto de los huertos de Balastar (Faraján), con su inquieto chorro precipitándose desde la alta roca entre bancales de naranjos, cerezos, nogales y ciruelos, Antonio enmudeció, y entonces pude intuir en sus ojos cansados el brillo de alguna lágrima escondida, bajo el silencio sonoro del agua, el suspiro de la brisa, y el aura en perfumes que se concitaba sobre aquel escondido paraíso en la tierra.