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miércoles, 7 de diciembre de 2022

 

CRONICA DE LA NAVIDAD

El Niño viene envuelto en las gasas de la lluvia

 La hermana lluvia se ha presentado tardía en este diciembre que acude de golpe con los fríos y las aguas que se negaron a volver tras la canícula. Es la antigua costumbre de la lluvia, que huele siempre a niñez, así que pisemos el camino del viejo castañar, cuando hollamos la tierra húmeda y la hojarasca en descomposición. Esas salidas hacia el campo, dejando atrás nuestro confort de sillón y chimenea, son como un bálsamo para los sentidos. El aroma del mundo es pura limpieza y la levedad del aire nos aclara los lejanos horizontes. El cielo es como más azul, las sierras se tornan oscuras en sus grises de piedras y barranqueras, la arboleda se despoja y claman a las alturas las desnudas manos de sus ramajes, o se apaga en los tenues verdes del chaparral, que agazapa su vida latente, solo despierta si los ábregos la sacuden con su abundancia en nubes y brumas. El pinar se estremece con su inolvidable son, y su olor es todo un mundo que se alimenta con las gotas que bajan desde sus acículas, siempre vivas y glaucas. Es la vuelta a ese caminar “entre pinos antiguos de perenne alegría” (Luis Cernuda).

 Por doquier se oyen los ecos de los arroyos traviesos que brincan bajando las raudas laderas, tal vez el chorro de una alberca o una fuente, y abajo, conforme el fondo de vaguada, estricto y curvo, se hace patente,  se anuncia el ronco rumor del río en plenitud, encajando sus caudales por entre las saqueadas choperas, saucedas y alisedas.

 En los pueblos huele a leña quemada y a un cocido que se diseña amorosamente tras el postigo semiabierto de una ventana. Silencioiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii y soledad. Hay un gato recostado sobre sí mismo bajo un soportal, mirando indiferente, tal vez molesto, una ceremonia que apenas recuerda. La lluvia repica sobre las techumbres y las calles, que acunan sus regueros, como si fueran mínimos arroyos que bajan con una voz casi infantil, mientras las canales surten como ilusorios manantiales que nacen en  cada tejado, en cada casa. En los cristales se dibujan las lágrimas que el viento transporta: son como un discreto homenaje a los que ya no viven allí, a los que se han ido para no volver. Brillan las losas de la Plaza, cuyos naranjos gotean sobre el alcorque en finas dádivas que irán a sus raíces sedientas, y el jardín muestra los verdes intensos de la yedra, del lentisco, de la cornicabra, del romero, sobre los que destacan arriba unas cuantas palmeras enhiestas y firmes. Hay un rosal milagroso que presenta una flor superviviente, aun no marchita, aunque inclinada por el peso de las joyas posadas sobre sus delicados pétalos, a partir de un último aguacero. Como nos dijo Rilke, ese poeta alemán que vivió en Ronda, esa rosa es la pura contradicción de un sueño de nadie bajo numerosos párpados. Un sueño invernal, solitario y triste, el sueño estremecido de una flor a punto de morir.

 La tarde también muere cuando suenan las primeras campanadas que llaman a la celebración del nacimiento del Niño Dios. Como si fuesen latidos del alma del pueblo, suenan firmes, claras, escuetas, en una música que no necesita de más sones, contrapuntos ni adornos. Tampoco los precisa esa escena entrañable del establo: solo unos padres que velan a su hijo, entre inocentes animales, entre rústicos pastores que han acudido a contemplar la luz, y un ser claro y alado que anuncia a todo el que quiera oírlo que el Niño ha venido este año envuelto en las gasas de la lluvia.

 

Feliz Navidad, Benalauría. Paz, generosidad y felicidad.

 

De vuestro cronista: José Antonio Castillo Rodríguez.