CRONICA DE LA NAVIDAD
El Niño viene envuelto en las gasas
de la lluvia
La hermana lluvia se ha presentado tardía en
este diciembre que acude de golpe con los fríos y las aguas que se negaron a volver
tras la canícula. Es la antigua costumbre de la lluvia, que huele siempre a
niñez, así que pisemos el camino del viejo castañar, cuando hollamos la tierra húmeda
y la hojarasca en descomposición. Esas salidas hacia el campo, dejando atrás
nuestro confort de sillón y chimenea, son como un bálsamo para los sentidos. El
aroma del mundo es pura limpieza y la levedad del aire nos aclara los lejanos
horizontes. El cielo es como más azul, las sierras se tornan oscuras en sus
grises de piedras y barranqueras, la arboleda se despoja y claman a las alturas
las desnudas manos de sus ramajes, o se apaga en los tenues verdes del
chaparral, que agazapa su vida latente, solo despierta si los ábregos la
sacuden con su abundancia en nubes y brumas. El pinar se estremece con su inolvidable
son, y su olor es todo un mundo que se alimenta con las gotas que bajan desde
sus acículas, siempre vivas y glaucas. Es la vuelta a ese caminar “entre pinos
antiguos de perenne alegría” (Luis Cernuda).
Por doquier se oyen los ecos de los arroyos
traviesos que brincan bajando las raudas laderas, tal vez el chorro de una
alberca o una fuente, y abajo, conforme el fondo de vaguada, estricto y curvo,
se hace patente, se anuncia el ronco
rumor del río en plenitud, encajando sus caudales por entre las saqueadas
choperas, saucedas y alisedas.
En los pueblos huele a leña quemada y a un
cocido que se diseña amorosamente tras el postigo semiabierto de una ventana.
Silencioiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii y soledad. Hay un gato recostado sobre sí mismo bajo un
soportal, mirando indiferente, tal vez molesto, una ceremonia que apenas
recuerda. La lluvia repica sobre las techumbres y las calles, que acunan sus
regueros, como si fueran mínimos arroyos que bajan con una voz casi infantil,
mientras las canales surten como ilusorios manantiales que nacen en cada tejado, en cada casa. En los cristales
se dibujan las lágrimas que el viento transporta: son como un discreto homenaje
a los que ya no viven allí, a los que se han ido para no volver. Brillan las
losas de la Plaza, cuyos naranjos gotean sobre el alcorque en finas dádivas que
irán a sus raíces sedientas, y el jardín muestra los verdes intensos de la
yedra, del lentisco, de la cornicabra, del romero, sobre los que destacan
arriba unas cuantas palmeras enhiestas y firmes. Hay un rosal milagroso que
presenta una flor superviviente, aun no marchita, aunque inclinada por el peso
de las joyas posadas sobre sus delicados pétalos, a partir de un último
aguacero. Como nos dijo Rilke, ese poeta alemán que vivió en Ronda, esa rosa es
la pura contradicción de un sueño de nadie bajo numerosos párpados. Un sueño
invernal, solitario y triste, el sueño estremecido de una flor a punto de
morir.
La tarde también muere cuando suenan las
primeras campanadas que llaman a la celebración del nacimiento del Niño Dios.
Como si fuesen latidos del alma del pueblo, suenan firmes, claras, escuetas, en
una música que no necesita de más sones, contrapuntos ni adornos. Tampoco los
precisa esa escena entrañable del establo: solo unos padres que velan a su hijo,
entre inocentes animales, entre rústicos pastores que han acudido a contemplar
la luz, y un ser claro y alado que anuncia a todo el que quiera oírlo que el
Niño ha venido este año envuelto en las gasas de la lluvia.
Feliz Navidad, Benalauría. Paz, generosidad
y felicidad.
De vuestro cronista: José Antonio
Castillo Rodríguez.