ALONDRA EN
EL CORPUS
Alondra, la gata huérfana, suele pasear su figura de pequeña tigresa por
las calles y plazas. Ahora que llega el buen tiempo su silueta aparece por
doquier, como si fuese ubicua, meneando su cola y destellando al sol su
pelambrera entre naranja y amarilla, mientras te mira si la llamas con sus ojos
tristes y ya algo cansados.
Refulge el pueblo en este mayo tardío
con tantos pétalos como colores puedan imaginarse. Las calles y los rincones,
aún pintados de verdín por las lluvias persistentes de la primavera, son
jardines pequeños, ya lineales y ajustados a cada fachada, ya en caótico grupo,
sin respetar gradación alguna, o tal vez pendiendo de los balcones, como cascadas
multicolores: nada es casual, todo responde a una lógica natural y todo es la
consecuencia de querer recrear un estricto edén en cada tiesto, cuya suma
alcanzará a otro jardín mayor, y éstos al conjunto en que se ha convertido, por
el amor inacabable de sus mujeres al campo, Benalauría.
La procesión del Corpus avanzaba lenta por las calles. Nunca Dios pudo
caminar con más orgullo por entre su obra: cada flor era un ofrenda, cada ramo
un don, cada mirada hacia la inmensa montaña una señal de infinitud. Dios entre
su obra, custodiado por sus fieles que, aun con sus imperfecciones y a pesar de
todas sus contradicciones, se agrupan ese día, construyen altares que son como mínimos
templos, ingenuos y efímeros, entre flores de nuevo, con alguna imagen
rescatada de la cómoda o el aparador, manteles de fino bordado, colchas y
mantones en las ventanas y, como mejor alfombra, ese pavimento de helechos, con
su característico olor a húmeda abundancia traída directamente desde la umbría
del castaño. Nunca podré olvidar ese olor a niñez, aquella que nos aconteció
cuando, boquiabierto y sin comprenderlo del todo, se me decía que en aquella
custodia dorada moraba el amor de Cristo, ahora fuera del sagrario, para estar
al lado de los suyos, de los más pobres, de los más doloridos, de los que ya no
tienen esperanza.
Corría un vientecillo suave y algo fresco que paliaba cualquier atisbo
de fatiga en los más ancianos, y el olor a incienso perfumaba el aire
entretejido de cristales en brillos. Esplendía la limpia y honrada cal de las
casas bajo el Olivo, ahora verde esmeralda, con un alto horizonte de azules
purísimos, rotundos, totalizadores, por el que apenas navegaba sin rumbo algún
retazo de nubes. Los cantos y salmodias nos llevaban a otras épocas y a otros
rituales, tan viejos como el hombre: tal es la eterna necesidad de trascendencia
en un mundo casi siempre cruel, injusto y despiadado, la búsqueda de lo
espiritual como remedio a la infelicidad y al dolor, o la acción de gracias, a
pesar de todo, por la dádiva de cada mañana en jilgueros y cada tarde de oro y
de grana.
Alondra estaba sentada junto a la puerta de Ana Mari, con sus ojos
hermosos tristes y cansados, y miraba un tanto indiferente la comitiva que
avanzaba entre el humo, el perfume, los cantos y las flores. Es posible que
Dios, desde su pequeño y dorado habitáculo de cristal, además de bendecir cada
espacio y de consolar a los que acudían a Él con el alma abierta en canal, contemplara
siquiera un segundo a aquella gata, apacible y noble, vagabunda y solitaria, pero aún
hermosa en su pose de animal elegante y selvático, y en su pelambre de tigresa
amansada, que en ese momento me sugirió la impecable perfección y el estricto
equilibrio de todas las criaturas del mundo.
Benalauría, Mayo de 2016. De vuestro
cronista, José Antonio Castillo Rodríguez.