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miércoles, 1 de junio de 2016

ALONDRA EN EL CORPUS

ALONDRA EN EL CORPUS

     Alondra, la gata huérfana, suele pasear su figura de pequeña tigresa por las calles y plazas. Ahora que llega el buen tiempo su silueta aparece por doquier, como si fuese ubicua, meneando su cola y destellando al sol su pelambrera entre naranja y amarilla, mientras te mira si la llamas con sus ojos tristes y ya algo cansados.

      Refulge el pueblo en este mayo tardío con tantos pétalos como colores puedan imaginarse. Las calles y los rincones, aún pintados de verdín por las lluvias persistentes de la primavera, son jardines pequeños, ya lineales y ajustados a cada fachada, ya en caótico grupo, sin respetar gradación alguna, o tal vez pendiendo de los balcones, como cascadas multicolores: nada es casual, todo responde a una lógica natural y todo es la consecuencia de querer recrear un estricto edén en cada tiesto, cuya suma alcanzará a otro jardín mayor, y éstos al conjunto en que se ha convertido, por el amor inacabable de sus mujeres al campo, Benalauría.

   La procesión del Corpus avanzaba lenta por las calles. Nunca Dios pudo caminar con más orgullo por entre su obra: cada flor era un ofrenda, cada ramo un don, cada mirada hacia la inmensa montaña una señal de infinitud. Dios entre su obra, custodiado por sus fieles que, aun con sus imperfecciones y a pesar de todas sus contradicciones, se agrupan ese día, construyen altares que son como mínimos templos, ingenuos y efímeros, entre flores de nuevo, con alguna imagen rescatada de la cómoda o el aparador, manteles de fino bordado, colchas y mantones en las ventanas y, como mejor alfombra, ese pavimento de helechos, con su característico olor a húmeda abundancia traída directamente desde la umbría del castaño. Nunca podré olvidar ese olor a niñez, aquella que nos aconteció cuando, boquiabierto y sin comprenderlo del todo, se me decía que en aquella custodia dorada moraba el amor de Cristo, ahora fuera del sagrario, para estar al lado de los suyos, de los más pobres, de los más doloridos, de los que ya no tienen esperanza.

   Corría un vientecillo suave y algo fresco que paliaba cualquier atisbo de fatiga en los más ancianos, y el olor a incienso perfumaba el aire entretejido de cristales en brillos. Esplendía la limpia y honrada cal de las casas bajo el Olivo, ahora verde esmeralda, con un alto horizonte de azules purísimos, rotundos, totalizadores, por el que apenas navegaba sin rumbo algún retazo de nubes. Los cantos y salmodias nos llevaban a otras épocas y a otros rituales, tan viejos como el hombre: tal es la eterna necesidad de trascendencia en un mundo casi siempre cruel, injusto y despiadado, la búsqueda de lo espiritual como remedio a la infelicidad y al dolor, o la acción de gracias, a pesar de todo, por la dádiva de cada mañana en jilgueros y cada tarde de oro y de grana.

   Alondra estaba sentada junto a la puerta de Ana Mari, con sus ojos hermosos tristes y cansados, y miraba un tanto indiferente la comitiva que avanzaba entre el humo, el perfume, los cantos y las flores. Es posible que Dios, desde su pequeño y dorado habitáculo de cristal, además de bendecir cada espacio y de consolar a los que acudían a Él con el alma abierta en canal, contemplara siquiera un segundo a aquella gata, apacible y noble, vagabunda y solitaria, pero aún hermosa en su pose de animal elegante y selvático, y en su pelambre de tigresa amansada, que en ese momento me sugirió la impecable perfección y el estricto equilibrio de todas las criaturas del mundo.


Benalauría, Mayo de 2016. De vuestro cronista, José Antonio Castillo Rodríguez.