EL VIOLINISTA EN EL
LABERINTO
(Una ingrávida y
esperanzada música en la antesala de la Navidad)
Desde la plaza del pueblo unos
objetos extraños, decían que faroles de papel con una candela breve en la base,
subían hacia el cielo oscuro como luciérnagas anaranjadas, iluminando
brevemente el espacio, ascendiendo sin parar, hasta que agotado el combustible
que los impulsaba desaparecían de la vista, cayendo tal como habían subido, en un
discreto silencio sobre arboledas y pastizales. Entre esa enternecedora y misteriosa
escenografía se abría paso la melodía de un músico cuya viola arrancaba también
delicados destellos a la noche.
En 1971, Norman Jewison nos
sorprendía con el musical “El Violinista en el Tejado”, un relato de las
vicisitudes de Ret Tevye y su familia judía en la Ucrania de finales de siglo.
En realidad, la idea de modernidad contrapuesta a la tradición no fue más que
el pretexto para que la bellísima música del gran John Williams, partiendo de
un enigmático violinista que cuelga sus acordes divinos del alero de un tejado,
significara una recurrente y amable sombra que respondiese a esa pregunta que
Tevye se hace de manera permanente, mirando a ese cielo que nunca le responde (IfI were a richman / Sunrise, sunset /
Tradition). ¿Qué hacer? ¿Qué camino he de tomar? El hecho fue que sus hijas
Tzeizel, Model y Shava se casan con sendos jóvenes no impuestos por la
casamentera, y el camino no fue otro que el exilio y la huida de la represión
del Zar, abandonando su hogar y su granja junto con su gente, aunque conservara
el misterioso sonido de ese violín cuya melodía se llevaba entre los pliegues
de su alma.
Benalauría se halla hoy, como la mayoría de los pueblos de montaña,
abocada a abandonar, como Tevye, una tradición de la que apenas conserva ya
unos pocos retazos, y a emprender un camino de dudoso final. Rota y
desvertebrada la vida campesina que constituyó aquella “cultura de las laderas”,
común a toda la montaña del Mediterráneo, el progreso vino para destruir la
esencia y los pilares de aquella vida, con el corolario del abandono de la
actividad, por la caída de las rentas, la desaparición de los antiguos oficios,
la emigración, el envejecimiento, la despoblación, y el lento pero inexorable avance
del monte sobre los terrazgos donde aún se ven los restos de los bancales, de
los frutales engullidos por el zarzal, de los venerables olivos casi
asilvestrados.Entonces, ¿qué hacer?, ¿qué camino tomar?
Las políticas europeas de
incentivos en estas últimas décadas han paliado la sangría de la montaña, pero
pasados los efectos del parche, la herida sigue abierta y el flujo vital de la
Serranía se va derramando inexorablemente. La selva avanza victoriosa sobre el
paisaje, el campo se abandona, los pueblos van cerrando sus puertas, con calles
y plazas que han olvidado los alegres juegos infantiles.
El panorama se nos podría mostrar aterrador, pero unos cuantos
resisten. Son los que saben qué hacer, los que aguantan el envite de este
pretendido progreso del despilfarro y del triunfo de lo superficial. Son los
que se aferran a su tierra, a su casa, a su pasado. Y desde esa fuerza casi
telúrica que los impele a permanecer forjan nuevos y antiguos productos nacidos
del campo que tanto aman; reconstruyen, transfieren o divulgan los valores de esta tierra (¡qué maravillosa experiencia la de
estos días de aceite, moliendas y sabios olivos, propiciados por Paco Lorenzo!
¡Cuánta belleza y cuánto amor destilan esos molinos en miniatura que apareja
Antonio Millán!). Ese es su arduo camino, ese es su esforzado afán, y ese es y
será su triunfo, reflejado en esta heroica y digna fiesta de la artesanía que
hemos compartido.
En la noche de los faroles anaranjados
que pugnaban contra la oscuridad con su llamita de esperanza, la música del
violinista no descendía de ningún tejado, sino que se paseaba por las intrincadas
calles de este pueblo (el “Laberinto en vertical” que sugiriera Felipe B. Reyes),
conjugando con sutiles notas las esperanzas y los temores de las gentes que se
agolpaban en la plaza. Bajo la serenidad de música tan bellamente interpretada
y envuelto entre las leves luces de la iluminación navideña, ajeno al frío y
otros sinsabores, me vinieron a la mente las imágenes de aquella película que
un lejano día me recrearon el paso del tiempo y los cambios que éste comporta.
Todo pasa, nada permanece, dijo Heráclito de Éfeso hace más de dos mil años,
pero tal vez lo que pasa no sea necesariamente mejor que lo que permanece,
aunque lo que permanece no deba quedar inmutable.
Que no os quepa duda; Benalauría sobrevivirá mientras haya hombres y
mujeres que no se resignen. Vivirá si persiste el chorro de la alberca, el
tablar con sus almácigas, el rastro del arado y el olor a pan recién horneado.
Mientras los vientos canten sobre el chaparral y los castañares doren los
ocasos, mientras acudan las nubes de los ponientes y se vistan de nieve las
altas sierras, mientras regresen las flores, corran los arroyos y se oigan los cantos
del grillo y la oropéndola. Mientras el río camine bajo la verde despedida de
las hojas del chopo.
Al final, entre las dudas y los temores, pedía yo al cielo que no cesaran
los acordes mágicos de aquel misterioso violinista que a buen seguro no habría
de perderse aquella noche en nuestro laberinto.
De vuestro cronista José A. Castillo.
Paz y Feliz Navidad, austera y solidaria.