QUE LA TIERRA TE SEA LIGERA
(Sit tibi terra levis)
Así reza una
repetida inscripción en numerosas lápidas de las tumbas desperdigadas por las
necrópolis del Imperio. Los romanos, como ocurría con el resto de las
civilizaciones de la antigüedad, cultivaban un acendrado respeto por los
antepasados, a los que honraban con escritos epigráficos sobre las placas de
mármol del enterramiento. Nosotros, como en tantos detalles de nuestra cultura,
vida cotidiana, costumbres y lengua, los hemos heredado en esa dedicación, o
más, si cabe: basta con acudir a un cementerio y observar las lápidas, donde
aparecen el nombre del fallecido, sus fechas vitales, alguna efigie religiosa,
incluso alguna frase dedicada al finado. Esta costumbre, insisto, nos viene de
nuestros antepasados latinos, y como muestra muy cercana esta inscripción
hallada en la necrópolis de Vega del Mar, de San Pedro de Alcántara y hoy en el
Museo Arqueológico Nacional, con esta bellísima dedicatoria a una niña llamada
Firmana, que se fue con tan sólo dos años:
FIRMANA
IN PAX ANIMA
DVLCIS VIXIT
IN BONIS
ANNIS
DVOBUSMENSES
OCTO
RECOLLECTA EST IN
PACE SEPTIMV
KALEN
DAS FEBRVARI DIES SA
TVRNI
(Firmana,
de carácter dulce,
vivió entre los justos
dos años y ocho meses,
fue recogida en paz
el día siete de las kalendas
de febrero, día sábado)
Cuando
yo era un niño la Fiesta de Todos los Santos se celebraba, como hoy, justo
antes del Día de los Difuntos. El cementerio era algo más pequeño, más humilde,
y mucho peor equipado. Las lápidas eran igualmente más simples, incluso no las
había en muchos nichos, tapados con ladrillo y una somera capa de mezcla
pintada con cal. En el peor de los casos los muertos iban a tierra, con un
simple crucifijo de madera:la muerte, que nos iguala a todos, no podía sin
embargo evitar el exorno de los más potentados, que en este pueblo, todo hay
que decirlo, eran escasos. Velas,apenas; flores, escasas, aunque cada familia,
dentro de las penurias de la época, se esforzaba en colocar una lamparilla de
aceite, y lo que se podía recolectar de las propias macetas o del campo en los
comienzos del otoño.
Los zagales solíamos ir por la noche al
camino del castañar, para desde allí ver el cementerio tenue e inusualmente
iluminado, con luces casi fantasmagóricas que destacaban de la entonces oscura
silueta del pueblo. Aquella sugerente imagen ayudaba a que los más mayores
comenzaran a contar inquietantes historias de apariciones, de seres extraños,
de hechos que nos erizaban la piel bajo la temerosa oscuridad de la noche,
acrecentada bajo los sombríos castaños, aún no despojados por el invierno.
Entre aquellos escalofríos, el colofón era el anuncio de la llegada del temible
“alicante”, una especie de “bicha voladora” que te podía matar de un picotazo:
“si la víbora viera y el alicante oyera/ no habría hombre que al campo
saliera”, nos explicaba alguno de aquellos mozos, que de vez en cuando nos
advertía de un zumbido en el aire, es decir, un alicante que atacaba y que nos
obligaba a echar cuerpo a tierra. Lo malo de todo aquello es que, además de
tanto mal rato y pavor, llegabas a casa llenito de barro, cosa que nos
procuraba más de un grito o pescozón.
Se llenaba el cementerio de gente, igual
que hoy, aunque sin vecinos de fuera, sólo los del lugar, reunidos piadosamente
delante de sus respectivas tumbas, rezando el rosario o simplemente mostrando
el más profundo de los respetos. Las noches aquellas, como las de hoy, podían
ser lluviosas, siempre frescas tirando ya a frías, y el pueblo mostraba, tras
el rito en el camposanto, un hálito de profunda tristeza y melancolía, tal vez
muestra de una gran catarsis que había procurado la suma de todos los pesares,
de todas las ausencias, de todas las lágrimas.
Sin embargo, al levantarme por la mañana yo
veía como el sol estaba ya en lo más alto de aquellos azules nítidos,
brillantes y profundos que adornaban los cielos de nuestra infancia. Los
alrededores del pueblo se significaban con las tímidas hierbas de los prados
otoñales, en los pocos retazos hurtados al chaparral o al bosque de castaños,
que comenzaba ya a urdiren sus yunques los bronces del incipiente noviembre.
Esas mañanas, a veces tapizadas de nubes plúmbeas e ingrávidas que solían traer
más de un chaparrón, nos hacían olvidar los terrores de la noche de magia
oscura, muertos que no descansan y pavorosas historias narradas desde el fondo
de los tiempos.Y recuerdo que el familiar olor a castañas asadas dominaba por
doquier cuando el velo sombrío de la tarde se desplegaba sobre el valle. Por las
chimeneas, con el humo de los primeros fuegos de encina u olivo, se decantaban
los efluvios de la piel requemada del fruto, y en las casas, el sonido del
crepitar y las repetidas vueltas al elemental perol con agujeros. Las manos
ennegrecidas, quebrando el achicharrado pellejo, y al fin, como una dádiva de
dulzores y aromas delicados, el limpio y pálido mondón, caliente aún, exquisito
manjar que llevaba consigo todos los sabores, todos los sonidos, todos los olores
y toda la misteriosa alquimia del viejo castañar.
Así de sencillo y entrañable era en nuestra
tierra el rito de los difuntos, y también en el resto de España, aunque con
matices, claro. En la ciudad, los cementerios se convertían en súbitos jardines
llenos de luminarias, donde el jarrón se adornaba con las flores más hermosas,
y en los teatros los actores de moda interpretaban magistralmente el sempiterno
drama de don Juan Tenorio y la monja doña Inés.
Puedo
afirmar que hoy casi todo sigue siendo igual, o casi. Y digo casi porque de
tierras anglosajonas nos llega, en mala hora, ese bodrio estúpido, esa moda horrenda,
esa fiesta esnob a la que llaman Halloween, que de manera rápida y
sorpresiva se ha colado en nuestra cultura, con brujas de opereta, disfraces ridículos
y calabazas huecas (como las cabezas de algunos compatriotas). Mala cosa es que
un país entierre sus tradiciones de una manera tan absurda, tan injustificada,
cambiando la piadosa costumbre de honrar a nuestros antepasados por una suerte
de carnaval hortera, sólo porque venga del país más poderoso de la tierra: es
como si sustituyéramos la fiesta de los toros por el rodeo, nuestro exquisito fútbol
por el beisbol, y nuestra variada y excelente cocina por la infame hamburguesa y
el fastfood. En el imperio del mal gusto nunca hubo un caso de
desculturización más dramático, impulsado incluso desde las instituciones, y
hablo, desgraciadamente entre otras, de la escuela.
Por eso, este cronista os pide que
prosigáis con los viejos usos de estos días, que aunque haya que innovar y
mirar las cosas según nos vayan dictando los tiempos, hay actitudes que no
debieran cambiar. El cuerpo muere y se desintegra para volver a la arena (…Somos el río que inventaste, Heráclito, somos el tiempo…,escribió
Borges)y el alma, que es de cristal invisible, tal vez vague por las altas
alamedas azules y blancas de los cielos, o quizá se transmute en alguna
criatura, como piensan otros, o tal vez sea sólo memoria. Da igual;ambos son nostalgia
y recuerdo que nos deben llevar cada año a dedicar unos minutos ante quienes
fueron parte de nuestra vida: honrándolos estamos asegurando los retazos de la
propia existencia. Porque sin ese recuerdo, nuestro transcurrir se rompería en desgarrados jirones de tiempo.
Para eso están los cementerios, y por ese
recuerdo perviven en pueblos y ciudades de todo el mundo, en cualquier época,
en cualquier civilización, como nos retrató magistralmente el poeta Luis Cernuda.. En esos lugares
Donde habite el olvido,
en los vastos jardines sin aurora;
donde yo solo sea
memoria de una piedra sepultada entre ortigas
sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.
en los vastos jardines sin aurora;
donde yo solo sea
memoria de una piedra sepultada entre ortigas
sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.
Donde mi nombre deje
al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
donde el deseo no exista.
al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
donde el deseo no exista.
En esa gran región donde el amor, ángel terrible,
no esconda como acero
en mi pecho su ala,
sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.
no esconda como acero
en mi pecho su ala,
sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.
Allá donde termine ese afán que exige un dueño a imagen suya,
sometiendo a otra vida su vida,
sin más horizonte que otros ojos frente a frente.
sometiendo a otra vida su vida,
sin más horizonte que otros ojos frente a frente.
Donde penas y dichas no sean más que nombres,
cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;
donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
disuelto en niebla, ausencia,
ausencia leve como carne de niño.
cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;
donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
disuelto en niebla, ausencia,
ausencia leve como carne de niño.
Allá, allá lejos;
donde habite el olvido.
donde habite el olvido.
De vuestro cronista, José Antonio Castillo,
Benalauría, a fines de Octubre
de 2015