PRIMAVERA EN EL
GUADIARO
¡Ya es primavera en el Valle del
Guadiaro!, o en el “Campo” como decimos en Benalauría, tal vez porque en el
Genal sólo se atisban precipicios y arboledas. Bajo desde el Puerto hacia La
Cancha acompañado de un espléndido encinar sobre areniscas y calizas. El bosque
mediterráneo luce aquí en toda su rotunda y sobria belleza: tras los abusos del
pasado, en forma de carboneo y excesiva carga ganadera, la serie de la encina
con peonías crece y prolifera entre el roquedo con una más que exuberante masa
forestal de majoletos, aulagas y ardiviejas. Las venerables encinas que
sobrevivieron a aquellos desmanes de antaño se alzan hoy impávidas, solemnes,
fuertes, donando su sombra protectora al resto de la enramada, creando vida,
mostrando expectativas de supervivencia, significando robustez y rocoso
existir. Fluyen algunos arroyos de aguas limpias y arriba, tan cerca del cielo,
blanquean sus siluetas los peñones del Poyato. El paisaje, en esta tarde
entretejida de bruma y brisa apacible, se colma de luz en los invisibles cristales
que pueblan el aire y en las flores, como copos, de los frutales. Canta algún
pajarillo, liban las abejas sobre los cantuesos, y murmura el ramaje: tal es la
ceremonia de la vida en la montaña, siempre renacida así que el sol comience a
calentar la humildad de esta sierra, elemental y brava.
Tras el encinar y los
roquedos salvajes, el monte se toma un respiro en su vocación de abismo. Bajamos
levemente por un escalón semiplano donde medran prados,
sembradíos y pequeños cortijos que destellan sus blancores al sol de poniente.
Allí el bello caserón de Panrique, modelo del cortijo serrano que hoy muestra
su abandono sobre el pastizal: es todo un ejemplo de plenitud antigua, casi destruida hoy
tras la crisis de la cultura de las vertientes. Vedlo ahora, aún erguido en su
indigencia, solitario y triste, desprovisto de su vestimenta de cal, a merced
de los vientos, las lluvias y las heladas. Frente a él, el cortijo de la Fuensanta y el
copioso manantial que surge del contacto de las calizas con las arcillas, entre
chopos, zarzas y mastrantos, conformando un pequeño cauce que baja raudo hacia
las honduras del valle.
Mientras contemplaba
la magnífica generosidad del nacimiento, Francisca Álvarez y sus hijas habían
dispuesto un copioso refrigerio para mí y mis acompañantes: tazas de yerbaluisa,
esa infusión que lleva consigo todos los aromas posibles del bosque, un bote de
zurrapas, es decir mucho lomo y poca manteca, madalenas, queso y, oh milagro,
una hogaza recién horneada que más que a pan parecía oler al conjunto de todas
las dádivas del cielo y de la tierra. La vieja hospitalidad de las gentes del
Campo se hacía patente entre risas inocentes y la charla amenísima de aquella
sabia mujer que nos mostró todo el buen hacer, todo el trabajo rudo y honrado, y
todo el trato exquisito que estos campesinos suelen otorgar desde siempre al
caminante.
Transcurre ahora la senda por entre los
pastizales jalonados por la dispersión que constituyen cortijos y casas
aisladas. El cortijo de sierra no luce como los opulentos de la campiña: es un
edificio, dos a lo sumo, con patio emparrado a la entrada, “casa”, cuartos y
“cámara”, además de un pajar, el “andén” o establo, y el horno y cocina. Esa
estricta sencillez es el referente de una vida difícil y austera, aunque no
menos honorable. La dispersión alcanza hacia el sur los pagos de Salitre y
Puerto de las Eras, casas-jazmines por entre los verdores de pastos y sembradíos, hasta más allá del Panderón, a
cuyo pie se adivinan Las Buitreras,titánica herida en la entraña misma del mundo.
Tierras de riego, las aguas de los manantiales se repartían, años alternos
para los pueblos, en turnos y tandas, y
un Alcalde del Agua (Al Qaid Al-Maa)
mediaba en el buen orden de los repartos. Eran los tiempos de los maiceros,
cuando el forraje alimentaba a miles de cabezas de ganado. Incluso me apunta
Pedro Sierra, mi amigo profesor e investigador de Benadalid: en un tiempo se
sembraba arroz en Las Vegas, a tenor de un documento que prueba robos de este
cereal a fines del siglo XIX.
Tras estos espacios
abiertos alcanzamos el poblado de Siete Pilas o Pilas de Calabrina, sobre una
pequeña explanada, bajo el manantial y albercas que le dan nombre. Unas pocas
casas se agrupan alrededor de la ermita-escuela, rodeadas por encinas
centenarias y con un fondo donde las Sierras de Líbar ocupan casi todo el
horizonte. Aquella mole calcárea se alza inmensa ante nuestra vista, dejando
apenas lugar a un cielo cada vez más desdibujado por la delicada luz del
crepúsculo. Los altos picachos, devastados y desnudos, dan paso a unas
poderosas barranqueras que dibujan el desarrollo creciente de los encinares y
carrascales, con entrantes sombríos y roquedales en escorzo, hasta que las
laderas se suavizan para dejar paso al mosaico del olivar y el encinar, ya en la
tierra de Cortes, que extiende como un pañuelo horizontal su alba silueta, una
pincelada de cal bajo los pedregales, el encinar y los pardos matorrales que sobreviven sobre
las capas rojas del Cretácico.
Más abajo de Las Pilas, de nuevo el bosque
de encinas, ahora acompañadas de los recios quejigos (Quercusfaginea, subps.broteroi)
que impulsan ya los nuevos verdores sobre las yemas de las hojas marcescentes.
Pespuntan sauces y chopos en las quebradas que bajan hacia el río y, entre la
pertinaz arboleda, surgen de nuevo las casitas y cortijillos de labor, las
cercas de piedra o alambres, los pegujales de huerto, algún mínimo olivar. Ya
se intuye el paso del padre Guadiaro lamiendo las casas de La Estación, o
Cañada Real, dicen que de un oculto tesoro tal vez cercano al columbario romano
del Cortijo del Moro. La montaña se amansa por fin en Las Vegas, otro caserío
que crece al albur de los nuevos manejos, ahora industriales, donde la alameda
hace patente su vertical elegancia de chopos y fresnos, ángeles custodios del
generoso fluir de las aguas que bajan contagiadas de sauces, adelfas y juncos.
La primavera ha llegado de nuevo a nuestra
tierra del Guadiaro. El paisaje revive en mañanas de soles inciertos, en mágicas
lunas, en brisas de oro. Las gentes se aprestan al campo, y el tren, en paralelo
al fluir eterno del río, pasa, silba y galopa por la hermosa y discreta
estación que es tránsito hacia Ronda y las tierras del Estrecho.
Feliz Pascua
de Resurrección a todos.
Benalauría,
Marzo de 2016.
De vuestro cronista
José A. Castillo.
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